jueves, 9 de mayo de 2013


Llanto.

La sal en los labios sazonaba el encuentro. La pútrida costumbre. Aquel tan conocido sabor, padre e hijo.  
Y ella le clavaba esos ojos profundos y oscuros, como si quisiera prenderle fuego con ellos. Más no existía fuego en la galaxia que pudiera encenderle, algo más frío que el mismo hielo habitaba en su pecho hacía unos siete años.
Por eso le sostuvo la mirada, porque a pesar de haber nacido princesa, tenía los huevos bien puestos, metafóricos, impalpables como el azúcar. Y con la fuerza y las ganas de quien ha esperado mucho tiempo en silencio le espetó: -¡Puta!
Y la amaba, con desprecio, por más contradictorio que resultara.


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