Llanto.
La sal en
los labios sazonaba el encuentro. La pútrida costumbre. Aquel tan conocido
sabor, padre e hijo.
Y ella le clavaba
esos ojos profundos y oscuros, como si quisiera prenderle fuego con ellos. Más
no existía fuego en la galaxia que pudiera encenderle, algo más frío que el
mismo hielo habitaba en su pecho hacía unos siete años.
Por eso le
sostuvo la mirada, porque a pesar de haber nacido princesa, tenía los huevos
bien puestos, metafóricos, impalpables como el azúcar. Y con la fuerza y las
ganas de quien ha esperado mucho tiempo en silencio le espetó: -¡Puta!
Y la amaba,
con desprecio, por más contradictorio que resultara.

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